martes, 31 de julio de 2018

LAS COSTURAS DEL UNIVERSO / Capítulo 2. El planeta Azimut



A Barnard Taquión, fotógrafo intergaláctico y veterano capitán de la Moebius, no le interesaba saber de qué fuente de energía externa se alimentaba el recién bautizado planeta Azimut, ni el grosor de la capa de gases que entretejía su fina atmósfera; tampoco conocer cuál era la temperatura media reinante, ni siquiera qué elementos químicos bailaban entre sí para hacer posible la existencia de organismos vivos, si es que los había.
Nada de eso le importaba un pimiento.
Todo lo concerniente al espectro técnico de sus viajes era trabajo de Moebius, la inteligencia que vivía enroscada en los circuitos de la astronave, en sus conductos y en sus chips, en sus tornillos. Los conocimientos acerca de la navegación sideral de Barnard eran algo limitados, por lo que solía delegar en su segundo de a bordo la mayoría de tareas, si no todas. No le quedaba otra; si el viejo Taquión fuese el capitán de un barco, no pocas veces habría que indicarle por dónde quedaba babor y por dónde estribor; tal era su erudición en estos menesteres.
—¿Cuando hemos aterrizado?— preguntó, al final de un prolongado bostezo.
—Hace ya un buen rato.
—¿Y por qué demonios no me has despertado?
—Si no lo ha hecho la presión de choque, no creo que pudiera conseguirlo yo —repuso Moebius, emitiendo inflexiones de risa— Además, esta vez no has tenido ese sueño. Llevas tres horas y veinte minutos roncando.
—Ugh —refunfuñó el viejo. Se desperezó y arrastró su sillón hasta una de las pequeñas ventanas que le quedaba más cerca. Allí, al otro lado del plástico acrílico, se desplegaba un cielo de un celeste luminoso, limpio de nubes. Barnard tuvo un destello de añoranza al contemplar aquella estampa—. Parece un lugar apacible.
—Sus características son bastante amables, por decirlo de manera concisa. No tendremos problemas para movernos por su superficie.
—¿Movernos?
—Sí, movernos.
Barnard rebuscó su barbilla entre el blanquecino pelaje y se rascó con energía.
—Verás… —empezó— De entre lo poco que sé de tus funcionalidades sí que puedo sacar a colación tu capacidad para utilizar el módulo corporal para salir al exterior de la astronave. ¿Me equivoco, amiga mía?
—No te equivocas, no.
—Entonces, ¿para qué necesitas a un viejo oxidado y torpe como yo?
—Pues mira, resulta que dicho módulo ya ha sido utilizado. Hace exactamente trece minutos y cuatro segundos.
—¿Y?
—Pues que mientras tú roncabas yo salí al exterior e inspeccioné el origen de la avería —Barnard juraría que Moebius estaba siendo condescendiente con él—. Nada demasiado grave, ni demasiado leve.
—Repito, ¿y?
—Pues que muy a tu pesar tendrás que acompañarme fuera. Tengo algo que enseñarte.
¡Cuernos!
—No está bien maldecir, capitán.
—¡Cuernos!

La indumentaria de Barnard podía verse a kilómetros de distancia. Cuando la puerta de la Moebius se abrió, expulsando en su trayecto densas serpientes de humo, una bota alta de un amarillo chillón se posó suavemente sobre la superficie del planeta Azimut. El viejo capitán estaba acostumbrado a viajar por lugares inhóspitos, sin rastro de presencia de seres inteligentes o, al menos, de seres con un mínimo de sentido de la estética, así que le restaba toda importancia a su aspecto. Acompañaba sus botas de una túnica rojiza que se ajustaba con un cinturón (cuando encontraba uno a mano), o con un sencillo cordón (las más de las veces), y cuando sus decrépitos dedos le permitían alguna maña, se recogía la larga barba alrededor de la cabeza con un nudo. Se sentía cómodo yendo de esta forma, y en el fondo se consolaba a sí mismo pensando en que en algún rincón del vasto universo existía un lugar en el que la gente vestía siguiendo una moda parecida.
—Bonito sitio —dijo, con los brazos en jarra.
—Sí, bonito, según los cánones terrícolas. Guarda cierta similitud con nuestro planeta de origen.
Moebius salió detrás del capitán. Se desplazaba dando graciosos saltos, dentro del cuerpo pequeño y delgado de una niña; pero su rostro no era el de una niña. Tenía ojos grandes como un lémur negro, y una boca delgada que parecía pintada por un artista borracho. Tan extraño era su aspecto como convencional su atuendo, ya que vestía a la manera de la Tierra, o como lo hacían en la Tierra cuando la dejaron atrás, hacía tanto tiempo ya.
—¿Y qué me dices del aire? —preguntó Barnard, y tomó una amplia bocanada de oxígeno que lo llenó de tranquilidad— Tiene que haber una playa cerca de aquí.
—Puede. Pero por favor, acompáñame.
Ambos, hombre y máquina, rodearon la nave. La tierra seca aplastada bajo sus pies emitía placenteros crujidos. Pasaron la tobera del primer motor y se detuvieron en la segunda, la que quedaba más al centro de la parte trasera. Moebius se adelantó y saltó al interior con la agilidad de un suricato. Por supuesto, Barnard se quedó abajo, como quien espera al autobús.
No tardó en impacientarse.
—No pensarás que voy a subir hasta ahí arriba, ¿verdad?
Al poco, Moebius asomó su cabecita por el borde del conducto.
—¡Mira! —exclamó, y acto seguido lanzó un objeto oscuro a las manos del capitán.
¿Qué es esto?
—Es mineraliosa, ¿no la reconoces?
Barnard contempló el mineral con extrañeza. Era negro como un agujero de gusano, pero bajo la fuerza de la costumbre unos ojos podían atisbar una explosión teniendo lugar en su corazón, dentro de la oscuridad misma; un caos de fuego y rayos expandiéndose y contrayéndose en un bucle eterno y rebelde.
—Ni idea, pero me resulta fascinante. Dime, ¿qué es y para qué sirve?
Moebius dibujó una sonrisa en su cara; una sonrisa tan expresiva como el pomo de una puerta o el pico de una mesa.
—La mineraliosa —dijo— es el material que nos suspende en el espacio, capitán Taquión, deberías estar enterado. Es el combustible que nos mueve por todo el universo. Sin él, la Moebius no es más que un enorme caparazón vacío.
—Ajá.
—¿Lo entiendes?
—Sí.
—Mire que puedo leer tus pensamientos.
—¡Claro que lo entiendo, diablos!
El delgado cuerpecito se dejó caer justo a los pies del viejo.
—Pues tengo dos noticias para ti, una buena y una mala. La mala, puedes imaginarla: el segundo motor ha agotado sus reservas de mineraliosa. Las tres explosiones que escuchaste durante el viaje eran los rugidos de un estómago hambriento, al borde de la inanición. Ni haciendo un reequilibrio del mineral de los otros dos motores tendríamos la capacidad suficiente para movernos por el espacio. Dicho de otro modo, ahora mismo la Moebius es solo un poco más útil que un arcaico utilitario. Sin problemas, si planeas pasar tus días conduciendo por los relajantes valles de Azimut.
—Muy graciosa.
—La buena noticia es que, ¡sorpresa! Azimut registra presencias de este rico mineral en su superficie. Hemos tenido una suerte extraordinaria.
Barnard se rascó la barba de la cabeza.
—Sí, parece prometedor, pero, ¿dónde vamos a encontrar esa mineramineralo
—Mineraliosa.
—… Mineraliosa?
Una nueva sonrisa de la pequeña robot estremeció al capitán.
—Sígueme, por favor.





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