domingo, 12 de agosto de 2018

LAS COSTURAS DEL UNIVERSO / Capítulo 3. La montaña



Era la única imperfección en un horizonte firme como la línea del océano. La montaña se alzaba Dios sabe cuántos metros por encima de un paisaje verde y monótono, una mole monstruosa que cortaba en dos la estampa, como el dedo de un titán.
Era imposible calcular la distancia hasta la montaña. Tal vez estuviera muy lejos y su ominosa presencia se debiera a su gran tamaño, o quizá estaba más cerca de lo que parecía, y tampoco era para tanto. Lo único verdadero es que su dantesca figura imponía respeto, aunque solo fuera porque no había otra como ella en ninguna dirección.
Barnard puso su mano a modo de visera. Sus ojos ya no eran los de antaño, por más gigantesca que fuera la cumbre que tenía delante.
—¿Allí, dices?
—En efecto, capitán. La mineraliosa solo crece en lugares altos.
—P-pero… ¿tú estás viendo lo que yo?
—Con mayor definición, probablemente.
El viejo gruñó.
—Tus circuitos están corruptos si pretendes que me desplace hasta aquella montaña. Debo resintonizar tu cordura.
—¿Sabrás hacer tal cosa? Recuerda los problemas que encontraste para encender el aire acondicionado cuando atravesamos el Cinturón del Infierno hace dos veranos.
Barnard se volvió hacia Moebius y le lanzó una mirada amenazadora. El rostro de la pequeña androide continuó como el de una esfinge.
—¿Y cómo iremos hasta allí?
—La motocicleta de propulsión eléctrica puede servirnos.
—¿Ese cachivache?
—Ese cachivache, sí.
Las cejas en arco y la boca semiabierta dibujaron un signo de interrogación en la cara del capitán.
—Hace décadas que no la uso —murmuró.
—Comprobé su estado general hace un rato. Servirá para cubrir la distancia.
—Que lo comprob... ¿cuánto rato dices que he estado durmiendo?
Moebius entró en la nave y volvió al término del sexto minuto. Traía la herrumbrosa motocicleta agarrada por el manillar; parecía una chiquilla de diez años con su bici el día de Navidad.
—Aquí está. Monta.
—¡He dicho que no!
—Recuerda que si no lo haces tendremos que quedarnos a vivir en este planeta. No es mal lugar, de todas formas.
—¡Pero si ahí no cabemos los dos!
—Barni...

Para cuando Moebius convenció al capitán Taquión de que aquel vehículo de transporte era su única vía de salvación, la tarde se había adueñado del valle. Los días en Azimut duraban aproximadamente lo mismo que en el planeta Tierra, si acaso algún segundo más o alguno menos, y el naranja del sol bañaba los contornos del valle de un modo también muy similar. Con el fresco de la velocidad de la motocicleta de propulsión a Barnard se le fue pasando el enfado; tanto fue así que, al poco, alguno podría decir que estaba disfrutando del trayecto, aunque solo fuese porque se le notaba un rictus más relajado y, a ratos, un cuarto de sonrisa dibujada en la cara.
No quisiera aburrir describiendo todo lo que ambos vieron durante el trayecto hasta su destino, pues era en su mayoría acumulaciones de árboles frondosos aquí y allá como pandillas de niños despeinados por el viento, o pasto abundante que perdía su color en la lejanía. El valle debía de ser inmenso, a juzgar por la distancia en la que se encontraba todo. Condujeron durante mucho rato con este telón de fondo. Por fortuna, Moebius no abrió la boca salvo para puntualizar algún pensamiento del capitán, pero ni por esas le ganó la irritación. Aquella tarde era para disfrute de Barnard, ahora lo veía con claridad. Hacía mucho tiempo que no salía de la nave y se aventuraba más de unos metros de su perímetro, y se dio cuenta de que su cuerpo y su mente necesitaban de un poco de libertad.
—¡Puedo ir más rápido! —exclamó entusiasmado.
Y aceleró.
¡Brrrrruuuuun!
Los árboles eran ahora borrones oscuros que se cruzaban por delante de su camino.
Las gafas de piloto de Barnard estaban pintadas con los restos de los mosquitos, pero eso daba igual. Estaba exultante, casi fuera de sí, como cuando tenía… no sé, noventa años menos. Entre las explosiones de insectos podía entrever retazos de imágenes de un jovenzuelo mucho más delgado que él, y algo más alto e imberbe. Vio cómo la esbelta figura se lanzaba de cabeza desde el pico más alto de un acantilado, con el caos del mar esperándolo abajo, o cómo ganaba a Serge en una de las muchas carreras de aero-bólidos que ambos solían disputar en la «Academia para pilotos precoces» de la Tierra. Las escenas se sucedían a velocidad de vértigo.
Más rápido, más rápido.
Aquel caleidoscopio de recuerdos también le mostró el rostro de antiguas amistades, muchas de ellas ya sin nombre, y la sonrisa le desarticuló la cara. Eran Elin e Iggan, a ellos sí que los recordaba. También estaba Brennan, la tortuga; todos se metían con él. ¿Y cómo se llamaba aquella muchacha? Sí, la del cabello rizado y los ojos gigantes… ¡Marya, eso es! Cuánto habían disfrutado juntos. El mundo cambió entonces, ¡el universo entero cambió!, y todos ellos vivieron la transformación juntos.
Cuántos recuerdos…
—Estamos cerca, capitán —dijo Moebius.
—Eh, ¡ah, sí! Allí veo algo. Parece una construcción. ¡Un muro!
Y así era. En la falda misma de la montaña se desplegaba una muralla de piedra maciza de unos veinte pies de alto, que discurría hacia el este y el oeste hasta perderse en una curvatura hacia dentro. Barnard intuyó que aquella construcción bordeaba la montaña como un cinturón. No se veían orificios como puertas de acceso o ventanas; no desde la distancia, desde luego.
—¿Por qué está la montaña amurallada? —preguntó el viejo.
—Lo desconozco, capitán.
—Acerquémonos, pues.

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Ilustración: "Black Tusk", de Bifanoland.

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