domingo, 15 de julio de 2018

LAS COSTURAS DEL UNIVERSO / Capítulo 1. Tres explosiones


¡Zum! ¡Trash! ¡Booom!
    Esta historia comienza con tres explosiones. Tres.
Moebius era una nave vieja, casi tan vieja como su único tripulante humano, el señor Barnard Taquión. Los dos, hombre y máquina, estaban achacosos y agrietados como la cáscara de una nuez, y mientras que a Barnard le colgaba una larga y abundante barba de color blanco, de Moebius brotaban filamentos de todas partes en una intrincada telaraña de naturaleza mecánica. El capitán de la Moebius se perdía durante horas intentando desanudar su barba del amasijo de cables, de modo que nunca encontraba tiempo para poner un poco de orden en el minúsculo puente de mando de la nave. Un agujero lleno de gusanos gigantes parece esto, había imaginado muchas veces, todos dormidos unos encima de otros.
—Recuerda que puedo leer tus pensamientos, Barni.
—¡Ugh! —gruñó Barnard— Recuerda tú, querida, que no me agrada que escarbes en mi cabeza.
—Eres el capitán de esta nave —aseguró la voz metálica. Salía de un altavoz situado encima del monitor más grande de la consola principal, un altavoz colmado de volutas de polvo cósmico—. De alguna manera tendré que saber cuáles son tus intenciones, ¿no crees?
    Barnard volvió a refunfuñar.
    —Lo que sea. Dime, ¿qué han sido esas tres explosiones?
El trío de motores de la Moebius detonaba cada poco, como aquejados por una tos crónica. Era algo rutinario. Oír una explosión de vez en cuando era lo habitual a bordo; molestaban al capitán Taquión en alguna de sus muchas siestas, pero no le impedían volver a cerrar los ojos y roncar como un oso cavernario. Era una nave antigua, ya se sabe. Sin embargo, tres explosiones…
    … tres explosiones lo pusieron en alerta.
El monitor central mostró un chorro de cifras en cascada, cuyo reflejo fue resbalando por la arrugada faz del capitán.
    —Uno de los motores ha hecho catapum —informó Moebius.
    —¿Catapum? No suena muy técnico.
    —Su luz se ha extinguido. Ha dejado de funcionar. Hora de la muerte: doce y cuarenta y seis minutos, trece segundos.
    —Muy graciosa. Estado general de la astronave.
    Más números.
    —Los dos motores restantes siguen trabajando en la plenitud de su rendimiento. No muestran anomalías de ninguna índole. No obstante... —Moebius hablaba pausadamente, dando a entender que realizaba complicados cálculos de cabeza. A Barnard le irritaba esta actitud, pues sabía de sobra que podía realizar cálculos complejos de manera casi instantánea—. Creo no podremos seguir viajando bajo esta circunstancia, me temo.
    —¿Cómo que no? ¿Ya te has olvidado de aquella travesía por los desiertos de gravedad? —preguntó el viejo, escéptico—. Hicimos el viaje con uno de los tres motores dañado.
    Hubo otra pausa.
    —Si no te falta razón, pero dañado no es muerto, no. En aquella ocasión el tercer motor operaba bajo mínimos, pero operaba. No es lo mismo.
    El capitán Barnard Taquión se atusó la interminable barba durante unos minutos, suavemente al principio, con garra a medida que iba viendo cómo los testigos de emergencia se encendían, uno detrás de otro.
    —Suena grave —sentenció.
    —Te lo he dicho, capitán. Puedo mantener la ruta por el espacio durante un tiempo más; el suficiente para que encontremos un lugar sobre el que posarnos.
    —¡Demonios!

Barnard se encendió un cigarrillo. La nube de humo se elevó por encima de él, atravesó los tubos del techo y se perdió por entre las rendijas de oxígeno. Moebius emitió el equivalente electrónico a un carraspeo.
    —Sabes que me molesta que fumes.
    El viejo miró hacia arriba, con las cejas arqueadas.
    —¡Eres una máquina! No digas tonterías. Además, sabes que fumo cuando estoy algo alterado.
    —Pronto tu salud también hará catapum.
    —Que sí, que sí. Es solo un cigarro —dijo cerrando los ojos de placer tras cada calada—. Informa: ¿hacia dónde nos dirigimos?
    El rostro del hombre se iluminó nuevamente con el resplandor de las imágenes de la pantalla. En ella apareció la recreación pixelada de un planeta pequeño, a poca distancia de su emplazamiento. La denominación numérica resultante de su posición en el universo ocupó un cuarto del monitor.
    No le sonaba de nada.
    Barnard había conocido muchos mundos a lo largo de su vida. Los exploraba en busca de criaturas exóticas y de paisajes imposibles. Era un fotógrafo galáctico increíble (o eso se decía con frecuencia él mismo), y su cámara había sido almacén de incontables imágenes de lugares más allá de los confines del Universo Protegido. Pero con el tiempo raras eran las veces en las que sus zapatos se manchaban de tierra. A menudo enviaba sondas que hacían el trabajo por él, o enfocaba sus objetivos en las pantallas de la Moebius a través de las cámaras exteriores, y desde su crujiente sillón los estudiaba con el mismo entusiasmo con el que lo haría de tenerlos a un palmo de su nariz. No era lo mismo, claro, pero él ya no estaba para excursiones. Su edad superaba los tres dígitos, y su paciencia los cuatro.
    —Azimut se encuentra cerca de aquí —informó Moebius al momento—. Es un planeta sin registros en la base de datos, inexplorado según parece. Orbita alrededor de Byurakan, una estrella enana ultrafría, pero dentro de su zona habitable. Es una buena opción.
    —¿Azimut?
    —Sí, acabo de bautizarlo. ¿Te gusta el nombre?
    Moebius produjo varios pitidos agudos. Barnard supo que, a su modo, reía.
    —¿Y no puedes reparar el motor sin obligarnos a aterrizar? —insistió Barnard. Le horrorizaba la idea de romper el ángulo de noventa grados de sus piernas—. Estás programada para hacer muchas cosas, diablos, ¿por qué no ésta?
    —¿Te contesto a eso, capitán?
    Barnard resopló.
    —No hace falta.
    —Si me das la confirmación, pondré rumbo a Azimut.
    —¿Tiempo estimado de llegada?
    —El justo para que te acicales un poco y peines esa horrible barba que te cuelga.
    —Tiempo es-ti-ma-do.
    —Dos horas y unos cincuenta y siete minutos, aproximadamente.
    —Ummm… —Barnard respiró hondo.
    Tres horas; el tiempo suficiente para echar un sueñecito reparador.
    No era el mejor de los planes aquel, pero no quedaba otra alternativa. Aterrizarían en Azimut, repararían el motor y seguirían viajando. Por fortuna, no tendría ni que bajar de la astronave. Moebius puede hacer todo el trabajo —resolvió—. Ninguna razón me empuja a moverme de aquí.
    A decir verdad, estaba un poco cansado de ver la misma corriente de datos desfilar por los parpadeantes monitores, o la monótona cortina de estrellas sobre fondo oscuro que se dejaba ver al otro lado de los cuatro ojos de buey. Le vendría bien un pequeño cambio, aunque solo fuese en el tono penumbroso del puente de mando.
—Pon rumbo a Azimut, anda —dijo—. Y no hagas mucho ruido.



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Ilustración: Moebius

1 comentario:

  1. Me gusto. Pero quiero mas , inquieta por lo que pasara y expectante .......?

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