miércoles, 13 de enero de 2016

EL CUENTO DE RYN (fragmento del cap. 1)


Acércate, oh visitante, no te quedes ahí; deja que las llamas te pellizquen los mofletes. ¿Es que no has visto nunca a un vendedor de historias? No a uno como yo, eso seguro, pero la compra-venta de vivencias está subiendo como la marea en luna llena a este lado del país. Deja que te diga que ayer mismo, a esta hora, un poco antes quizá, un joven matrimonio me ofreció catorce monedas, quince creo que fueron, por la increíble historia del hombre que intentó introducirse en el interior de sí mismo a través de la boca. La esposa del comprador quedó como hechizada por el relato, he de decir, y quiso sobre todo lo demás conocer el final de tan singular hecho. Su marido accedió, claro, quién le dice que no a una dama (¡yo no!), y sobre estas maderas, al calor de esta chisporroteante fogata, se le puso tapón a esa demanda.
    También te diré que no hallarás mercancía como la que guardo en mis alforjas. Todas mis historias salieron, en algún momento entre la creación del mundo mismo y esta mañana, de la boca de alguien, pues más que historias son vivencias personales; sorprendentes, retorcidas e increíbles, sí, pero todas tan reales como ese famélico buitre que nos observa desde su atalaya, allí sobre aquella rama, míralo.
Cuento con secretos que lo son a medias, ya tú me entiendes, de aventuras que rayan muy cerca del «¡venga ya!», o de palabras que brotaron de los labios agrietados de algún hombre moribundo, con un ojo aquí y otro en el país de los cuervos. Una vez incluso una criatura recién parida, de apenas semanas, abrió su diminuta boquita y, con mayor o menor acierto en la composición, refirió una historia de esas que son dignas de ser contadas. Esa la tengo rebajada, te digo, por si te interesa.
Pero, a ver, déjame mirarte… ajá, tengo una para ti que encaja como el gollete de una botella en la boca de un borracho; sin ánimo de ofensa, dios me libre. ¿Quieres escucharla? No es muy cara, aunque tampoco es de las más baratas, eso es verdad. Solo te diré que versa sobre una época del mundo en la que coincidieron una serie de fenómenos increíbles, todos o casi todos en el mismo espacio de tiempo y concentrados en un único lugar, un pueblecito sureño cerquita del Mediterráneo. Esta historia va sobre Ryn, y de cómo su universo se puso del revés y se retorció sobre sí mismo dando dos vueltas de campana con un tirabuzón. ¿Quieres escucharla? Bien, empezaré y ya me dirás si es tu deseo seguir escuchando.



CAPÍTULO PRIMERO

Una llamada inesperada



    Hasta bien entrada la tarde, todo transcurrió como un día normal en la vida de la pequeña Ryn Galván. Se despertó temprano, remoloneó un poco en la cama bajo la sombra en jarras de su madre, y pasó la mañana en el colegio, con la mirada perdida y la barbilla aplastada en la palma de su mano. Escuchó a medias la lección de Historia, casi nada la de Ciencias Naturales, y nada la de Matemáticas. Como siempre. En lo que sí puso toda su atención fue en la figura de Eric; también como siempre.
Según sus amigas, Eric Laguna era un joven no demasiado bien parecido. Sus ojos miraban con desdén de manera natural, el pelo le caía por la cara y tenía alguna que otra marca o cicatriz repartidas por aquí y por allá, vestigios de una rebeldía que todavía brillaba en su mirada. Ryn lo espiaba a menudo desde dos pupitres más atrás, y en la intimidad de sus pensamientos lo imaginaba a su lado, poniendo todo ese derroche de obstinación a su servicio.
Cuando llegaba el final de las clases, Ryn ralentizaba sus movimientos con objeto de ser la última en abandonar el aula. Salía siempre después de Eric, y cuando a la suerte le daba por ahí se formaba un nudo de alumnos en la salida y ella casi podía tocar al chico de sus sueños, si acaso hombro con hombro. Aquella mañana no fue el caso; todos salieron rápida y ordenadamente, y Ryn resopló en secreto. Tuvo que correr un poco, de hecho, para no perderle la pista al muchacho, que ya alcanzaba el final de la avenida que conectaba con la calle del colegio.
«¿Ryn? ¿Qué clase de nombre ridículo es ese?»
    Aquellas palabras, las únicas que Eric le había dirigido en todo este tiempo, revolotearon por encima de la cabeza de la niña como un cuervo comeojos. Se había sonrojado entonces como una completa idiota, se recordó, como también recordó el tartamudeo posterior, cuando trató de explicarle que Ryn venía de Cateryna, el nombre que le habían impuesto sus padres en honor a su abuela (y que ella odiaba por encima de todas las demás cosas).
    —En… en realidad me lla… me llamo Cateryna, pero… —¡Dios, cuánto se avergonzaba cada vez que rememoraba aquel día!
    Por lo menos él sabía su nombre, lo que ya era algo; ese era su consuelo.
    Ryn siguió a Eric con la mirada hasta que este llegó a su portal, el número trece de la calle de la Palma. Esperó a que desapareciera y, ahora sí, corrió en dirección contraria, desandando todo el camino. Había un largo trecho hasta su casa y todos los días llegaba tarde, sin excepción. Hoy también, por supuesto. Como siempre.

Ya en casa su madre, de profesión enfadada (según la pequeña), la esperaba con aquella postura perfeccionada tras años y años de práctica, moldeada como las rocas bajo el mar: los brazos cruzados por encima del pecho, los ojos entrecerrados y la boca mordida y a medio abrir. Ryn sostenía que su madre nunca había tenido paciencia con ella. «Tratar con mamá es como intentar cruzar un campo de minas», pensaba, y no comprendía cómo podía enojarse tanto con ella. ¿Es que nunca había sido joven?
    Su padre, por contra, caminaba en las antípodas. Ryn lo veía poco o menos que poco, tan solo cuando llegaba de sus viajes en barco por el Mediterráneo. Entonces el señor Galván, que de tiempo andaba cortito, hacía malabares para esquivar todo aquello que requiriese un mínimo de implicación. Despachaba cualquier conversación con escuetos «Lo que tú quieras, cariño» o «¡Eso está hecho!», así que Ryn se aprovechaba para sacar de él lo que de su madre era imposible. Está bien tener un padre así, ¿verdad? Y así quería creer ella, pero era inevitable sentir un incómodo pellizco en el estómago cuando se detenía a pensar un poco en ello. Es mejor no recrearse en ciertos asuntos, supongo.
    —Nos han obligado a estar en clase hasta ahora, mamá. Ya te dije que el nuevo profesor de mates es un tirano.
    —¿Un tirano? Con el antiguo también llegabas tarde, Cateryna. ¡No me cuentes cuentos bananeros!
    —Pero…
    —¡Ni peros ni peras!

Por la tarde, justo antes de que se desencadenaran los acontecimientos que sacudieron la vida de la niña, Ryn se encerró en sus dominios, en el piso superior del duplex donde vivían. Era temporada de pesca, así que papá estaba ausente desde hacía dos semanas y media, y mamá había salido a trabajar, casi masticando el almuerzo.
    Aquella era su hora, el momento en el que Ryn se convertía en la señora del castillo. Saboreaba cada minuto, y era más ella que nunca, pues se sentía a salvo del juicio del mundo. Entonces sacaba del doble fondo secreto de su cajón su cuaderno de experiencias (que no diario; Ryn odiaba ese término) y su bolígrafo de tinta de purpurina y escribía una suerte de crónica diaria.
    «Día cuatro mil quinientos veintitrés de la anodina vida de Ryn Galván —había escrito aquella tarde—. Hoy he vuelto a discutir con mamá. Otra vez. No me entiende nada de nada. Si se detuviera un instante a escuchar… »
    ¡Brrrrr!
    —¿Qué te pasa, Diciembre?
    El animal la miró con esos ojos que eran dos canicas de alabastro. Su rostro no decía nada, pero Ryn supuso que la gata tendría hambre.
    —Ahora estoy contigo —susurró, con la atención volcada en su diar… en su cuaderno de experiencias.
    «Si supieran que sería capaz de recorrer mil kilómetros por él… Qué digo mil, ¡un millón de kilómetros! Hoy, por ejemplo, en clase, Eric se ha vuelto para no sé qué cosa y sus ojos se han cruzado con los míos. Tiene unos ojos mágicos, del color de la orilla del mar por la mañana. Me ponen muy nerviosa. Me anulan por completo, como si irradiasen kryptonita.»
    ¡Miau!
    «Sara me ha contado que un amigo suyo le ha contado que Eric suele reunirse con otros chicos de su pandilla en la playa de Santa María del Mar, cerca del segundo espigón. Mamá dice que es un lugar peligroso. Nunca he estado allí sola. ¿Debería ir a curiosear? Tal vez.»
    ¡Miau! ¡Brrrrr!
    —¡Un segundo, Dici!
    Pero la gata no estaba dispuesta a concederle tal deseo. Maulló y se lamió los bigotes, y luego volvió a maullar, sin apartar los ojos de su ama. Ryn se levantó e indicó al animal que la siguiera. Podía ponerse muy impertinente cuando tenía hambre. Bajó hasta la cocina dando botes, con la bola de pelo parduzco siguiendo sus saltos a una distancia prudencial. Cuando Ryn vio que su cacharro de comida estaba lleno, refunfuñó, con un dedo acusador apuntando a la gata.
    —¡Cómete tu comida!
    Pero Diciembre no quería hacer caso. Maulló una y otra vez, en un in crescendo que empezaba a desesperar a la muchacha. No había tristeza en sus ojos, ni parecía inquieta; solo maullaba sin descanso, como queriendo acaparar la atención.
    —¿Qué te ocurre?
    Y entonces, cuando parecía que los aullidos no se acabarían nunca, la gata saltó hasta la mesita del teléfono, y éste empezó a sonar.
    Ryn descolgó el teléfono.



¿Continuará?


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Tengo apetito de cuentos, y este es uno que he empezado esta misma mañana y quería compartirlo con vosotros. Publico aquí los primeros párrafos porque hacía ya tiempo que no subía nada al blog y no quería dejar pasar este arranque de año sin colar, al menos, un pedacito de mi (a todo esto, ¡feliz 2016!). La historia de Ryn es una que quiero contar de principio a fin, y qué mejor modo de comprometerme a terminarla que haciéndoos testigos de su existencia. Tengo muchos proyectos abiertos y casi ninguno terminado. Espero que este cuento no caiga en el mismo pozo.

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