jueves, 3 de agosto de 2017

Relato: BRAMANTES Y BAILARINAS



Dos miembros de la guardia bramante se colaron a altas horas de la madrugada en una de las casas del placer de la villa de los exquisitos, en Altizana. Estaban borrachos, a juzgar por los codazos y las chanzas, de modo que la mayoría de presentes en el local se hicieron a un lado, se escondieron, o directamente recogieron sus vergüenzas y se marcharon deprisa nada más verlos. Un bramante era peligroso sobrio, sobra decirlo, así que la norma era andarse con bastante ojo si, como aquella noche, te cruzabas con uno hechizado por el alcohol y el divertimento.
    En una esquina de la cámara dos chicas despreocupadas hicieron poco caso a la entrada triunfal de la pareja de colosos, amparadas por la coraza de la juventud. Reían y bebían, princesas de la noche, brillantes con la purpurina de colores del espectáculo que pocos minutos antes habían protagonizado sobre las tablas. Era imposible decidirse por cuál de las dos hembras resultaba más hermosa y sugerente; se contoneaban con cierta socarronería al son de una monótona balada.
    Uno de los guardas se acercó a la barra del bar. Sus pasos hacían palpitar el suelo, como si una poderosa corriente de agua trabajara bajo aquellas baldosas de piedra. Puso dos de sus dedos sobre una jarra de cristal vacía —dedos dantescos, cual tenazas de herrero— y se dirigió al camarero: “¿Esto es lo más grande que tenéis aquí? Si es así, pon dos jarras para mi, y otras dos para mi compañero Iggan. Invita el Emperador”.
    —¡S-sí, señor!
    Pero Iggan no caminó hacia la barra. Estaba parado en mitad del mortecino salón, sus enormes ojos puestos en la larga cabellera negra de una de las muchachas del rincón.
    Había tres cosas que atraían la atención y el deseo de un bramante por encima de todo lo demás. La primera, y la más obvia, eran las bebidas festivas. Entre murmullos se decía que si uno se encontraba con un miembro de esta poderosa raza sin signos de embriaguez, lo más probable es que se tratara de un especimen enfermo. Un bramante comía como un elefante, y bebía como dos; eso también se decía.
    La segunda cosa que actuaba como un imán para ellos era la sed de sangre. Eran belicosos por naturaleza, y nunca desperdiciaban la oportunidad de rasgar sus nudillos contra el mentón de un enemigo, congénere o no, daba igual. La milicia al servicio del Emperador solía explotar en trifulcas y barullos la mayor parte del tiempo, lo que menguaba sus filas a razón de entre cinco y diez bajas al día. ¡Eso sin contar a las víctimas humanas que pagaban la factura de su terrible temperamento! Es por esto que los generales segmentaban a sus divisiones para trabajos más rutinarios en patrullas de dos o tres soldados como máximo, con objeto de mitigar esta fuga de genio y reducir el alcance de los daños. De poco servía, claro está.
    Y la tercera cosa cuyo poder embelesaba a un bramante era la imagen de una mujer bonita.
    —¡Eh, tú! —espetó el gigante, en dirección a la muchacha— ¡TÚ!
    Nada, no hubo respuesta; la conversación entre las dos continuaba sumida en el hermetismo.
    —¡Oye, tú! ¿Acaso no me oyes? —su voz se elevó por encima de la tonada. Los músicos, que eran tres en total, se dieron cuenta demasiado tarde del oprobio que suponía arrebatarle el protagonismo a un ser como aquel. Iggan se encaminó hacia ellos con el ceño bajo y los puños cerrados.
    —Perdóneme, oh, custodio de Altizana —dijo una voz de repente. Dos ojos pequeños se interpusieron entre la banda de músicos y el furioso bramante. Eran, como digo, ojos pequeños, sí, pero también eran ojos astutos. Su dueño, un señor bajito y de rostro alargado, dueño al mismo tiempo de la casa del placer, se mostró rápidamente conciliador, sabedor del dique que estaba a punto de quebrarse—. ¿Le resulta atronadora la balada que interpretan mis hombres? Se trata de Paladines ensartados, de Chebron. No es muy conocida, si he de sincerarme. Le pido disculpas; les pediré que toquen alguna otra cosa enseguida.
    —¿Eh?
    —¿Le apetece tomar algo, caballero? —insistió el propietario—. Tenemos un licor para clientela exclusiva. Un licor muy especial, si usted me entiende. Nos proveen desde un almacén clandestino en la península de Mísboro. Un grupo de mujeres se baña en el brebaje durante las últimas fases de infusión, figúrese —dijo, y una risa se le deslizó por entre los dientes— Pruébelo. Invita el establecimiento.
    Pero Iggan no estaba interesado en lisonjas.
    —Esa mujer, la de los cabellos oscuros. Tráigala aquí.
    —¿Perdón?
    —He dicho que me traiga a esa mujer —repitió, sin inmutarse.
    —Ummm… ¿Isabela? Tiene un ojo muy fino, señor. Isabela es la reina de la casa, debe saber. Ninguna chica baila como lo hace ella.
    —Tráigala.
    —Pero también debe conocer una de las normas de la casa del placer. ¡Y mire que aquí nos jactamos de carecer de ellas! Mas, hay un poder que se les concede a las chicas al amparo de este techo, y ese es el poder de la decisión —apuntó, ante el iracundo bramante—. Vamos a hacerlo de la siguiente manera: voy a acercarme a Isabela para preguntarle qué tal le parece la idea de acompañar a un miembro de nuestra estimada guardia. No puedo hacer promesas prematuras, pero sí que le puedo asegurar que Isabela es mujer cercana y de mente abierta, créame. Tendrá su respuesta en un momento, si tiene a bien aguardar.
    Iggan asintió con un gruñido.
    El anfitrión se retiró al rincón donde las mujeres conversaban y, tras unas palabras con la joven de cabellos negros, regresó con la misma sonrisa en los labios; una sonrisa que hablaba de años de forzada cordialidad.
    —Ummm… verá usted, señor mío, Isabela anda muy cansada esta noche. Me comunica que se encuentra algo indispuesta y que, de ceder, no estaría a la altura de tan distinguida compañía. Se retirará pronto a dormir, de hecho.
    Los ojos de Iggan iban de su presa al propietario del local. No encontraba anclaje en  ninguna de las dos partes.
    —¿Eso ha dicho, verdad? —musitó.
    —Pero no se me venga abajo. Tengo una propuesta que hacerle: su nombre es Coralina, y tiene una melena del color de una noche de invierno. ¡Y tan larga que anda siempre con cautela para no pisarla! Ella es…
    —¿Ocurre algo, Iggan?
    Zamún, el otro guardia bramante, acudió en auxilio de su compañero. Traía una jarra en cada mano, y ninguna de las dos estaba llena.
    —¿Recuerdas al bufón que tuvimos que desterrar a palos de la casa del Consejo? Pues no me acabo de decidir quién tiene la lengua más larga, si él o este pájaro de aquí? —contestó Iggan, señalando al propietario—. Dice que una de las chicas de este antro se niega a aceptar conversar con nadie. ¡Como si hablásemos de señoritas de Bellacuna! Lo que me faltaba por oír.
    Zamún lo miró durante un rato. Le temblaba la sonrisa.
    —Verán —se apresuró a intervenir el acusado— Puedo ofrecerles cualquier cosa; la que quieran. No tiene más que pedirla. Pero… grande es mi pesar si les digo que no puedo mover ni una sola de mis palabras. Isabela no está disponible en estos momentos.
    —¿Ves? ¿Qué te he dicho? La princesita no quiere hablar con un miembro de la guardia del imperio.
    —Entiendo.
    —Isabela se encuentra algo indispuesta, ya se lo he dicho a su compañero. Sin embargo, si aguardan unos instantes les presentaré a dos jóvenes que…
    —No hará falta —sentenció Zamún, el más grande de los tres, y acto seguido se vino a plantar a un palmo del asustado propietario de la casa del placer. Con la mano izquierda le sostuvo la cabeza como quien coge un huevo de avestruz, y con el pulgar y el índice de la derecha rebuscó entre los dientes hasta que dio con la escurridiza lengua. Apretó con firmeza, le dedicó una mueca al hombre y tiró con tanta fuerza que el músculo entero salió de súbito como una anguila del agua.
    Los gritos de las mujeres llenaron el espacio.
    Iggan comenzó a reír a carcajadas, con los ojos abiertos de sorpresa ante aquella abundante fuente de líquido rojizo que era ahora la boca del propietario. Éste, todavía incrédulo, se agachó a recoger el pedazo de lengua del suelo. Su mirada era la de un hombre que ve cómo su barco ha zarpado dejándolo en tierra. Al poco se desplomó.
—Mucha palabrería y muy poco aguante veo yo. Vámonos, amigo, esa furcia no se merece nuestra compañía—dijo Iggan entre risas, y salieron presurosos del local, con grandes y poderosas zancadas que sonaban como lejanos tambores de guerra.

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Llegan las vacaciones estivales, y con ellas el tiempo y el desahogo necesarios para darle algún que otro meneo al blog. En este arranque de agosto os traigo "Bramantes y bailarinas", un texto ligerito que no, no es la conclusión de "El visitante" (¡sorpresa!). A la hora de escribir sobre los mastodónticos bramantes tuve en todo momento en mente a la raza seeq, habitantes del mundo de Ivalice, de Final Fantasy XII. Un videojuego cuya estética siempre me ha parecido sublime, de lo mejorcito de la saga.

La fantástica ilustración Castle Tower que ensombrece el texto pertenece a TylerEdlinArt. Ya sabéis, click aquí para ver la galería con algunos de sus trabajos.

¡Mucha playa a todos!

Final Fantasy XII (2006/2007, Square Enix)

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