miércoles, 28 de octubre de 2015

RELATO: LA RUEDA (PARTE 2 DE 2)



De repente, el esclavo más cercano levanta la mirada de la piedra.
   Los ojos de ambos hombres se cruzan y Galván tiene para sí que allí dentro no hay nada, que aquellos ojos no albergan vida, que son como dos recipientes vacíos. El movimiento, que por minúsculo y fugaz no deja de ser antinatural, lo desconcierta. “¿Es una respuesta a su llamada?”, se pregunta.
    —¿Me has entendido, amigo?
    Los ojos continúan clavados en él.
   La escena le tiene tan ensimismado que tarda unos instantes en darse cuenta de que algo ha cambiado en el ambiente. La rueda sigue rugiendo, con esa voz que es como el clamor de la tierra, pero ningún sonido más la acompaña. Nadie pica. Todos se han detenido y apuntan sus miradas muertas hacia Galván. Aquella imagen le resulta más aterradora que el propio Castigador. Miles de picadores le observan con la quietud de un animal agazapado. Tal vez han sido puestos sobre aviso, sospecha. Durante cada segundo de cada día de su cautiverio en aquella cantera, su cabeza no ha hecho otra cosa que conjeturar maneras de escapar de allí. ¿Pueden haber detectado incluso aquellos pensamientos?
    Desconcertado, el hombre deja caer la herramienta y se aleja unos pasos de allí.
    Cuando quiere darse cuenta está corriendo, decidido. Ya ha saltado. Las correas que lo ataban se han roto, y Galván corre como si el mundo estuviese desapareciendo en la punta de sus talones. La escena, tantas veces recreada en su cabeza, se está desarrollando a velocidad de vértigo. Ya no mira a los esclavos, ya no siente la mole gigantesca dando vueltas. Toda su atención se centra en correr y correr, cada vez más rápido.
    —¡Detente, número siete mil uno! —le ordena una voz aséptica que llega de todas partes y de ninguna. Por algún motivo, Galván sabe que esas palabras pertenecen al Castigador—. ¡No des un paso más!
   En el corazón del joven batallean el miedo y el coraje, y ninguno de los dos sentimientos le come terreno al otro. Galván siente que el pecho le va a reventar, y lanza un grito que desgarra la quietud del valle, como si se hubiese destapado el agujero donde estaba enterrado su valor.
    —¡Ven a buscarme si te atreves! —exclama.
 Los últimos instantes hasta la falda de la colina parecen vivirse a cámara superlenta. Los casquetes expulsados por el girar de la rueda se ralentizan en el aire, una lluvia de gotas negras, y las fuertes corrientes que se deslizan levantando nubes de polvo a su paso detienen su actividad, creando espesas cortinas de cobre y oro.
    Transcurre toda una vida entre pisada y pisada.
    —¿Adónde crees que vas, peregrino?
   Sin hacer caso al dolor, Galván escala la pendiente a saltos casi. “¡Desiste!” le gritan, “¿Soportarás conocer la verdad?”. Ya es tarde para darse la vuelta. Aquí y allá va encontrando agarres que le ayudan a culminar la subida. Sabe que se está desollando las manos, las rodillas, pero la información que le llega al cerebro le es por completo ajena. Su objetivo está cerca; sabe que lo importante es llegar arriba. Solo entonces…
    … Solo entonces su mente alcanza a comprenderlo.
    —… No… no puede ser… —exhala el cansado fugitivo.
    Desde lo alto de la colina, Galván cae derrotado.
 Frente a él se extiende un millón de kilómetros de tierra baldía, de piedra horadada. Hasta donde le alcanza la visión, multitud de cavadores, cientos de ellos, pican la roca con ese empeño febril que ya conoce, aquel del que ha pretendido en vano escapar. Y en el centro del grueso de picapedreros una rueda dantesca, afilada e impasible en su rodar; y lejos de allí otra, y otra más en la distancia. Juraría que divisa muchas más en el difuso horizonte. Unas giran en un sentido, otras en el opuesto; no todas son del mismo tamaño, y no todas trabajan a la misma velocidad ni emiten un estruendo parecido.
    —¿Estoy en el infierno? —llora.
  —Ya te lo advertí, mi querido soñador —le susurra el Castigador, ahora situado a espaldas de Galván—. Vuelve a tu sitio, coge la herramienta y perfora. No dejes canto por destrozar.
    Un fulgor eléctrico y de súbito la oscuridad.


_______________________________________________________

Las ilustraciones con las que se inicia y se cierra este post son, de nuevo, hijas del artista François Baranger. Os invito a que le echéis un ojito a su increíble trabajo aquí. Para quitarse el sombrero, desde luego.



No hay comentarios:

Publicar un comentario