domingo, 14 de febrero de 2016

RELATO: NATASHA



La noche le duró la mitad de un segundo.
  Cuando despertó no recordaba el sueño completo, solo imágenes que se revolvían en su cabeza como espuma en la explosión de una ola. Había un hombre, o dos, y esa oscuridad pesada que se da mucho después de la medianoche. Recordaba el calor, y el contacto físico, y el vapor. Y todo era de un potente color escarlata. Dejó escapar un tímido jadeo enquistado en la garganta, perdido, como los rescoldos de un fuego o las zurrapas del café. Y se sintió de pronto ruborizada, medio incorporada en la cama como estaba y junto al cadáver todavía dormido de su marido. Menos mal que no podía verla en aquel momento.
    Se levantó de un salto, más efusiva de lo que le gustaría reconocer. La luz velada de la mañana la protegía. El cuadro que era la ventana mostraba un código de barras luminosas, con la suficiente intensidad como para poder localizar las simpáticas zapatillas de cabeza de león que se medio asomaban desde debajo de la cama. Serían las siete, siete y media, más o menos. Salió en silencio y cerró tras de sí. A su espalda, los ronquidos del ogro chocaron contra la madera de la puerta. Antes de dirigirse a la cocina, miró en secreto hacia la habitación de los niños, y rezó porque aquella puerta no se abriera en un millón de años.
    Café.
    La monótona danza de la taza en el microondas la mantuvo hipnotizada unos segundos. No pensaba en nada; no sentía nada. Apoyada en la encimera de mármol no era mucho más que aquella taza de café recalentado. Y al poco vio, mirando hacia ninguna parte, la perfecta recreación de una tarde de lluvia. Vio a una pareja de niños corriendo a través de la hierba mojada, con sonrisas que no les cabían en la cara. El cielo era del color de una vela antigua. La tarde era para ellos, eso lo recordaba, y el tiempo se había convertido en una moneda que les rebosaba en los bolsillos. El chico se llamaba Rubián. ¿Era Rubián? Sí, Rubián. Y la niña estaba claro que ya no era ella.
    Los pequeños se refugiaron en una choza desvencijada, con el aspecto de una vieja con el pelo mojado. Las risas podían con la lluvia. Saltaron, se empujaron y se escondieron entre los pliegues oscuros del refugio, como los únicos habitantes de un planeta abandonado. La voz de ella era el sonido de la primavera; la de él contenía el vigor furioso del invierno.
    Recordó la oscuridad y el calor. Sobre todo el calor. Y una espiral de sombras que se arremolinaban ante sus ojos. Los dos se atrevieron a caminar por terrenos prohibidos, apartando la bruma al son de un palpitar nervioso. Ahora que…
    —¡Mamá!
    Las voces sacaron a Natasha de su ensimismamiento.
    La mujer puso toda su esperanza en que aquella llamada fuese solo el rumor del viento tras la ventana; una especie de chasquido que, con una carambola inesperada, habría sonado extrañamente parecido a…
    —¡Mami, ven! ¡Mamá!
    El microondas se detuvo. ¡Ding! Y Natasha se incorporó. La lluvia cesó. Las risas desaparecieron, amortiguadas por el escandaloso silencio de la mañana. Ya no estaba Rubián, ni la chiquilla. Tampoco la choza decrépita. Solo una taza y aquel microondas que ya pasaba de los diez años.
    Natasha recompuso los pedazos de su recuerdo y los guardó en el desván, bajo llave. Cogió el café y, a sorbos, se dirigió hacia la habitación, levantando con artificios una mueca muy parecida a una sonrisa.


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Como (casi) siempre, la ilustración que le da valor al relato está sacada de DevianArt, y en esta ocasión pertenece al artista KaranaK. Si pulsáis sobre su nombre viajaréis como por arte de magia hasta su perfil en la web. Ah, y por cierto, ¡Feliz San Valentín a todos!

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